terça-feira, 8 de outubro de 2013

LA EPIDEMIA DEL SUICIDIO


Cuando Thomas Joiner cumplió 25 años, su padre, cuyo nombre era también Thomas Joiner y quien era incapaz de hacer cualquier cosa, desapareció de la casa familiar. En esa época, Joiner estudiaba psicología clínica en la Universidad de Texas. El tema principal de su estudio era la depresión, y le resultaba obvio que su padre estaba deprimido. Seis semanas antes, en un viaje familiar por la costa de Georgia, el sociable hombre de 56 años, la clase de tipo que hablaba y reía todo el tiempo, y que hacía que los demás cedieran a su voluntad, se mostraba hosco y retraído; pasaba días completos en cama sin estar enfermo ni sufrir resaca, y sin dormir realmente.

Joiner sabía lo suficiente como para no preocuparse. Sabía que el deseo de morir, la salida fácil, el único alivio, era un síntoma de la depresión, y aunque menos de 2 por ciento de las personas diagnosticadas con ese padecimiento recurren al suicidio como la solución final, su padre no se ajustaba a los tipos suicidas sobre los que había aprendido en la escuela. No era débil o impulsivo. No era una persona frágil con genes defectuosos y grandes problemas. Se creía que el suicidio era para perdedores, básicamente, para personas que eran exactamente lo contrario de hombres como Thomas Joiner padre, un exitoso hombre de negocios, exinfante de marina, duro incluso para los estándares del sur de Estados Unidos.

Pero papá había dejado la cama sin hacer en una habitación para huéspedes y un espacio vacío donde solía estacionar su furgoneta. Para el anochecer, nadie había sabido nada de él, y a la mañana siguiente, la madre de Joiner lo llamó a la escuela. La policía había encontrado la furgoneta. Estaba aparcada en la bahía de estacionamiento de unas oficinas, aproximadamente a una milla de la casa, con el motor apagado. Dentro, en la parte de atrás, la policía encontró muerto al padre de Joiner, cubierto de sangre. Le habían atravesado el corazón con un puñal.

Los investigadores encontraron marcas de cuchilladas en las muñecas de su padre y un comentario escrito en un bloque de notas adhesivas junto al asiento del conductor. “¿Esta es la respuesta?”, decía, con la letra temblorosa de su
padre. El hecho fue clasificado como suicidio, muerte por “herida punzocortante”, una manera increíblemente espeluznante de morir, lo que hacía que el hecho fuera aún más difícil de comprender para Joiner. Esto no parecía ser una salida fácil.

De vuelta a casa para el funeral, el dolor y la confusión de Joiner se vieron agravados por antiguos tabúes. Durante siglos, el suicidio ha sido considerado un acto contra Dios, una violación de la ley y una mancha en la comunidad.
Escuchó por casualidad que un pariente le aconsejaba a otro que dijera que la causa de muerte había sido un ataque cardíaco. A su novia le preocupaba su ADN contaminado. Incluso algunos de sus compañeros y catedráticos, clínicos
altamente capacitados y de nivel doctoral, fueron incapaces de ofrecerle un simple “Mis condolencias”. Era como si la familia Joiner le hubiera fallado al amado papá, matándolo de algún modo, en forma tan clara como si lo hubieran
apuñalado ellos mismos. Sin embargo, para Joiner, la única falla verdadera provenía de su campo de estudio, que tenía una frágil comprensión de un resultado por demás catastrófico.

Los supervivientes de un suicidio son perseguidos por los mismos porqués y cómos, los “qué hubiera pasado si…” que nunca pueden ser respondidos. Joiner no era diferente. Quería saber por qué las personas mueren por su propia mano: ¿Qué las hace desear la muerte? ¿Cuándo exactamente deciden acabar con sus vidas? ¿Cómo adquieren el valor para hacerlo? Pero a diferencia de la mayoría de los demás supervivientes del suicidio, él ha estado desarrollando respuestas durante las últimas dos décadas.

Actualmente, Joiner tiene 37 años y es catedrático en la Universidad Estatal de Florida en Tallahassee. Físicamente, es una figura imponente de 1.92 m de estatura, con una quijada larga y delgada y la cabeza pulcramente afeitada. De vez en cuando, se deja crecer la barba, que crece tan fuerte como la limadura de hierro. La imagen coincide con su trabajo, que ha dedicado a investigar al suicidio con mayor intensidad que cualquiera, para finalmente comprenderlo como una materia de bien público y como un deber personal. Espera honrar a su padre combatiendo lo que lo mató y convirtiendoa su muerte en un peldaño hacia un mejor tratamiento. “Porque”, como él dice, “nadie debería tener que morir a solas en medio de un caos en un baño de hotel, en la parte trasera de una furgoneta o en la banca de un parque, pensando erróneamente que el mundo estará mejor”.

Él es autor de la primera teoría exhaustiva del suicidio, una explicación, como me dijo, “para todos los suicidios de todos los tiempos, en todas culturas y en todas las condiciones”. También tiene mucho más que una teoría: tiene un momento. Esta primavera, las noticias de suicidio desfilaron por las portadas de las publicaciones en Estados Unidos y las emisiones de las redes sociales, impulsadas por un informe de los Centros para la Prevención y el Control de las
Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), en el que se calificó a la autoagresión como “un creciente problema de salud pública”. Aunque el CDC reveló cifras impactantes, como el hecho de que hay más muertes por suicidio que por accidentes automovilísticos, el esfuerzo solo incitó un cansado espasmo de charla sobre miembros envejecidos de la generación de la posguerra y la vida durante la recesión. El CDC mismo, en una nota editorial, sugirió que la fiesta seguiría en cuanto la economía se recuperara y nuestra cohorte, al estilo de Dennis Hopper, montara en su motocicleta, rodando hacia el atardecer.

Pero el suicidio no es un problema económico o un tic generacional. No es una preocupación menor, una actividad secundaria que se resolverá con nuevos empleos, un menor acceso a las armas de fuego o una sociedad más tolerante,
aunque todos estos elementos serían bienvenidos. Es un problema con una base amplia y un impulso terrible, un resultado de los tremendos cambios en la manera en que vivimos, con la correspondiente modificación en la manera en
que morimos, no solo en Estados Unidos, sino también en el resto del mundo.
Sabemos, gracias a un creciente conjunto de investigaciones sobre el suicidio y las condiciones que lo acompañan, que cada vez más de nosotros vivimos en un tiempo de completa oscuridad: un período con cada vez más casos de
depresión clínica, donde surgen pensamientos de caer en el olvido y un deseo constante de llegar allí por la ruta más directa. Desde 1999, cada año se han suicidado más estadounidenses que el año anterior, lo que convierte al suicidio en la causa de muerte más grande e incontrolada de la nación. En gran parte del mundo, el suicidio se encuentra entre las únicas amenazas importantes que empeorarán significativamente en este siglo, en comparación con el anterior.

El resultado es una creciente paradoja. Durante las últimas cinco décadas, millones de vidas se han reconstruido para bien. Sin embargo, dentro de este brillante mañana, sufrimos una desesperanza sin precedentes. En una época definida por un progreso social cada vez mayor y por asombrosas innovaciones, nunca hemos estado más atormentados por la tristeza ni más consumidos por la autoagresión. Y éste podría ser solo el principio. Si Joiner y otros tienen razón, y un importante conjunto de estudios indica que la tienen, hemos llegado al final de un orden de la historia humana y estamos en el principio de un orden completamente nuevo, acosado por un gran derramamiento de sangre autoinfligido, con mucho más por venir.

El aumento del suicidio en Estados Unidos ha sido lo suficientemente lento como para incorporarse silenciosamente en la vida de la gente. Me di cuenta de esto el otro día, mientras hablaba por teléfono con Catherine Barber, que dirige la campaña Means Matter (Los medios importan), un programa para la prevención del suicidio en Harvard. Hace una década, ella dirigió al equipo que diseñó el Sistema Nacional de Información de Muertes Violentas, una fuente clave de datos federales sobre muertes prematuras. Dado que se ha concentrado ahora en la educación y en la prevención, y no en la recuperación de datos, habían pasado varios años desde que miró por última vez las cifras nacionales, así que entramos juntos al sistema.

Seleccionamos al suicidio en un menú desplegable de lesiones violentas en el que también se incluían los accidentes, el homicidio y la guerra, e hicimos clic en Enviar. Nuestras pantallas brillaron intermitentemente, la suya en Boston y la mía en Nueva York, y desplegaron un sencillo gráfico en blanco y negro. La hoja de cálculo más deprimente del mundo. Hay tantas formas intencionales de morir como personas que puedan imaginarlas, y las vimos casi todas: un aumento de casi 20 por ciento en el índice anual de suicidio, un salto de 30 por ciento en el número absoluto de personas que murieron, al menos 400 000 muertes en una década; casi la misma cantidad que durante la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Corea juntas.

Vimos más saltos al vacío y disparos, envenenamientos y apuñalamientos, ahogamientos y estrangulamientos. Vimos incluso más muertes bajo el rubro de “Medios no especificados”, una columna dedicada a las formas más ingeniosas de autodestrucción: los saltos de ángel en lava ardiente, encuentros con equipo de granja. Mientras se desplazaba a través de la congoja, Barber empezó a farfullar: “¡Oh!, disparos... Sí, esto no es bueno... hay un aumento en todos los métodos... Caray”.

Este año, Estados Unidos tiene muchas posibilidades de alcanzar un espantoso hito: la muerte número 40 000 por suicidio, el total anual más alto del que existan datos, al que se habrá llegado muchos años antes de lo que cabría esperar teniendo en cuenta únicamente el crecimiento de la población. Hemos superado incluso un hito mayor reveladoen noviembre, cuando un estudio dirigido por Ian Rockett, un epidemiólogo de la Universidad de West Virginia, mostró que el suicidio se había convertido en la causa principal de “muerte por lesión” en Estados Unidos. Como señaló nuevamente el CDC esta primavera, el suicidio deja atrás al índice de muertes por accidentes de tráfico y, por extensión, a cualquier otra forma en que las personas se dañan accidentalmente a sí mismas. En algún lugar, Ralph Nader está sonriendo, pero la conclusión es oscuramente profunda: nos hemos convertido en el mayor peligro para nosotros mismos.

Este hecho elude una explicación simple. El cambio en el índice de suicidios empezó mucho antes que la recesión, por ejemplo, y aunque los cambios se aceleraron después de 2007, cuando la tasa de desempleo empezó a aumentar, no más de la cuarta parte de esos nuevos suicidios se relacionaron con el desempleo, de acuerdo con varios investigadores. Las armas de fuego tampoco son las únicas culpables, ya que el índice de suicidios ha crecido aun
cuando la proporción de suicidios por arma de fuego ha permanecido estable.

El hecho es que la autoagresión se ha convertido en una preocupación mundial. Esto se muestra en el nuevo informe  sobre la Carga Mundial de la Enfermedad (GBD, por sus siglas en inglés), publicado en The Lancet en diciembre pasado. Es el más grande esfuerzo de la historia para documentar lo que hace sufrir, hiere y extermina a la especie. Pero permítame ahorrarle la lectura de este documento. El mayor problema de salud de la especie humana es la especie humana misma.

El centro coordinador de la GBD, el Instituto de Métricas de Salud y Evaluación, proporcionó a Newsweek datos a medida que confirman esto en forma dramática. A primera vista, los números parecen ser uniformemente buenas noticias. El índice de suicidio, es decir, el número de personas por cada 100 000 que se quitaron la vida todos los años, cayó en los países desarrollados entre 1990 y 2010, y creció apenas ligeramente en términos generales. Pero estas buenas noticias ajustadas según la edad ocultan un trauma considerable en la población en general.

En todo el mundo desarrollado, por ejemplo, la autolesión es ahora la causa principal de muerte entre personas de 15 a 49 años de edad, superando a todos los tipos de cáncer y cardiopatías. Se trata de un cambio vertiginoso, un hito que muestra al mismo tiempo nuestra eficacia para luchar contra la enfermedad y lo atormentados que estamos. En todo el mundo, en 2010 la autoagresión segó más vidas que la guerra, el homicidio y los desastres naturales combinados, robando más de 36 millones de años de vidas sanas de todas las edades. En los países más avanzados, solo tres enfermedades en el planeta hacen más daño.

Y esto supone que podemos confiar en los datos oficiales. Muchos investigadores piensan que estas cifras constituyen una dramática subestimación, una función de menos autopsias y más muertes por envenenamiento y pastillas, donde la intención es difícil de determinar. Ian Rockett de la Universidad de West Virginia piensa que el verdadero índice es al
menos 30 por ciento más alto, lo que haría que el suicidio fuera tres veces más común que el homicidio. El otoño pasado, la Organización Mundial de la Salud calculó que los “índices mundiales” del suicidio habían aumentado 60 por ciento desde la Segunda Guerra Mundial. Y nada de esto incluye la pestilencia de la conducta suicida, las ideas y planes que carcomen lentamente a las personas, el corrosivo gasto social de 25 intentos por cada muerte oficial.

Pero quizás la parte más preocupante de estos hechos, de acuerdo con Harvey Whiteford, director del Grupo de Salud Mental y Conductual del GBD, es que los cambios detrás de ellos tienen grandes probabilidades de intensificarse en medio del progreso galopante de los países en vías de desarrollo. En los lugares donde las personas carecen de servicios básicos y viven vidas antihigiénicas y empobrecidas, la muerte las visita mucho antes de que sea invitada. Donde las condiciones son mejores, la esperanza de vida también es mayor y en alguna parte de esta transición hay un punto de quiebre, un Rubicón más allá del cual la muerte ya no es un desconocido de manos huesudas, sino el hombre en el espejo.

Esto es terrible en un mundo de mejora constante (y bienvenida), pero hay una razón incluso más grande para temer a la carga del suicidio en el nuevo milenio: es una carga asumida por las personas maduras. En Estados Unidos, durante la última década, el índice de suicidios ha descendido entre los adolescentes y las personas de poco más de 20 años, y también está a la baja o permanece estable entre los ancianos. Casi todo el aumento, como lo muestran las cifras del nuevo CDC y de GBD, está impulsado por los cambios ocurridos en una sola franja poblacional, un grupo demográfico que alguna vez llevó una vida feliz en la cima de la pirámide humana: los hombres y mujeres de 45 a 64 años, esencialmente, miembros de la generación de la posguerra y sus pares de otros países en el mundo desarrollado.

El índice de suicidio entre los estadounidenses de 45 a 64 años ha aumentado más de 30 por ciento en la última década, de acuerdo con el nuevo informe del CDC, y es posible desmenuzar los datos aún más finamente que ellos. Entre los hombres blancos de edad madura, el índice ha aumentado más de 50 por ciento, de acuerdo con un análisis de losdatos públicos realizado por Newsweek. Si estos tipos crearan un territorio disidente, este tendría el índice de suicidio más alto del mundo. En los países ricos, el suicidio es la principal causa de muerte entre los varones de 40 años o más, es una de las primeras cinco causas de muerte de varones de 50 años o más, y la carga del suicidio se ha incrementado en dos dígitos para ambos grupos desde 1990.

La situación es aún más dramática para las mujeres blancas de edad madura, quienes experimentaron un aumento de 60 por ciento en el índice de suicidio en ese mismo período, un cambio acompañado de un aumento comparable en las visitas a las salas de emergencia por tentativas de suicidio (generalmente relacionadas con medicamentos prescritos). En un triste giro, suelen apostarle a la muerte usando los mismos medicamentos que, supuestamente, las traerían de vuelta a la vida. Y la imagen es igualmente sombría para las mujeres en los países de altos ingresos, donde la autoagresión solo está por detrás del cáncer de mama como causa de muerte entre las mujeres de poco más de 40 años, y se ha convertido en el principal asesino de mujeres en su tercera década de vida. “A mitad del camino de la vida/en una selva oscura me encontraba”, comienza el épico recorrido de Dante por el infierno. Actualmente, no tendría que cambiar ni una coma.

En Estados Unidos, Julie Phillips, socióloga de la Universidad de Rutgers, fue una de las primeras investigadoras en registrar a estos suicidas de edad madura para buscar un significado más profundo. En 2010, ella y un colega declararon que el intervalo de edad constituía una nueva zona de peligro de autoagresión. Muchos comentaristas tomaron esta información como otro hecho divertido acerca de la generación de la posguerra, y no como una causa de alarma general.

Pero a principios de este mes, Phillips presentó los resultados de un segundo artículo de investigación, que fue un intento de resolver la cuestión de si los miembros de la generación de la posguerra eran especialmente suicidas. Exploró ocho décadas de datos acerca del suicidio en Estados Unidos y los analizó detalladamente para determinar la influencia de la edad total, los efectos de los pares y los acontecimientos del momento, y encontró algo terrible: ahora mismo, los miembros de la generación de la posguerra tienen el índice más alto de suicidio, pero los nacidos después de 1945 muestran un riesgo de suicidio más alto que lo esperado, y todos los demás grupos llevan un ritmo que pronto superará al de dicha generación.

Eso quiere decir que la última década no es solo una señal estadística, un producto de una tremenda recesión, de estuches de armas mal cerrados, o de una contracultura que envejece. Es algo mucho más oscuro y más profundo que todo eso. Es la “nueva epidemiología del suicidio”, como señala Phillips, en la que los cambios tectónicos de la última década, desde un punto de vista social, cultural y económico, nos han lanzado hacia el suicidio, con mucho más de esto por venir. “La generación de la posguerra”, escribe Phillips en su nuevo artículo, “podría ser solo la punta del iceberg”.

Cuando el suicidio juvenil estuvo al alza en las décadas de 1970 y 1980, la sociedad llegó a la dolorosa conclusión de que algo debía estar mal en la forma en que vivimos, porque nuestros hijos no querían vincularse con nosotros.

Actualmente, la cuestión es diferente, pero igualmente inquietante. Cuando las personas renuncian a la vida en un momento en que supuestamente están en su máximo apogeo, ¿qué dice esto acerca del premio mismo? ¿Qué se ha podrido tanto en el mundo moderno? En su próxima investigación, Phillips espera determinar con precisión el enorme y aplastante cambio social, que es el más importante para la autoagresión. Ella tiene una buena lista de sospechosos: el asombroso aumento de la cantidad de personas que viven solas, o que se sienten solas; el aumento en el número de personas que viven enfermas o con dolor; el hecho que la participación en las iglesias ya no aumenta con la edad, mientras que los índices de quiebra, los gastos de atención sanitaria y el desempleo de larga duración se incrementan indudablemente.

Los sociólogos en general piensan que cuando la sociedad les arrebata a las personas el autocontrol, la dignidad individual, un vínculo con algo más grande que ellas, los índices de suicidio aumentan. Todos ellos son descendientes de Emile Durkheim, que ayudó a fundar este campo de pensamiento a finales del siglo XIX, eligiendo estudiar el suicidio para poder probar que los “hechos sociales” explican incluso este acto “completamente personal”. Pero cuando el hijo de alguien muere por suicidio y la familia clama por una respuesta, los “hechos sociales” no alivian el dolor ni resuelven el misterio. Cuando un inspector de sanidad del gobierno piensa qué puede hacer para mitigar el problema del suicidio, la “sociedad” es un fantasma al que no puede combatir sin otro tipo totalmente distinto de teoría.

Conocí a Thomas Joiner en Tallahassee un soleado día de marzo, el tipo de día que da esperanza a algunas personas y que hace que otras deseen morir. La primavera es el inicio de la temporada de suicidios, la época en que el promedio diario de muertos empieza su escalada hasta alcanzar su máximo apogeo a mediados de verano, antes de disminuir durante el otoño y el invierno. Este es uno de los hallazgos más sólidos en este campo, una desacreditación de 200 años del noviembre húmedo y lluvioso del alma, según Herman Melville. Incluso, un respetado investigador francés del siglo XIX calculó un punto de ebullición para el deseo suicida. Es de unos 27 grados Celsius, básicamente el paraíso.

¿Pero por qué? ¿Qué tienen las flores de cerezo que nos producen un nudo de pena en la garganta? Durante muchos años después de la muerte de su padre, Joiner recopiló una gran cantidad de hechos raros sobre el suicidio, undesconcertante catálogo sobre una condición tan antigua como la sociedad. Durante siglos, no hubo mucho que recolectar, y lo que había, a menudo era ofensivo. En la primera mitad del siglo XX, la investigación sobre el suicidio se
volvió freudiana. El suicidio se atribuía a la rabia sanguinaria vuelta contra uno mismo, un deseo de muerte coronado con una dosis de deseo autoerótico. ¿Acaso Thomas Joiner padre era un hombre perdido en una mortífera espiral de masturbación y culpabilidad? De algún modo, su hijo fue incapaz de verlo.

Cuando Joiner obtuvo su doctorado en 1993, había abundantes publicaciones especializadas acerca de la autoagresión, pero la mayoría de ellas era tan desconcertante como la idea de una temporada de suicidios en primavera. Si cuatro de cada cinco intentos de suicidio son cometidos por mujeres, ¿por qué cuatro de cada cinco suicidios consumados son cometidos por varones? Si las grandes ciudades y la arquitectura hermosa resultan atractivas para el suicidio, ¿por qué también lo son las maravillas naturales y los parques públicos? Las prostitutas, los atletas y las personas que padecen bulimia tienen un riesgo de suicidio superior al promedio, pero ¿qué más tienen en común? ¿Por qué los afroestadounidenses tienen un riesgo relativamente nulo? ¿Y los gemelos?

Joiner no tenía ni idea cuando desempeñó su primer trabajo en el Área de Medicina de la Universidad de Texas en Galveston. Era la primera vez desde la muerte de su padre que podía ver periódicamente a los ojos a personas suicidas, pero esta vez lo hizo a sabiendas, como terapeuta, y con una decisión que tomar: ¿cuáles de estas personas representaban un riesgo para ellas mismas? Según la ley de Texas, él estaba autorizado para encerrar a las personas en riesgo de autoagredirse, pero el espacio en la sala era estrecho, y necesitaba una forma de separar a las amenazas inminentes de las no tan inminentes. Necesitaba algo que lo dejara dormir por la noche. ¿Pero cómo podía distinguir a unos de otros?

Las teorías no le dieron ninguna respuesta. Tampoco lo hicieron las listas de más de 100 “factores de riesgo” conocidos, que presentaban definiciones demasiado generales, y la mayoría de los pacientes presentaban más de uno de esos factores: conflictos familiares, experiencia de combate, abuso infantil, dormir mal, uso de drogas y alcohol, acceso a los medios para quitarse la vida, presenciar un suicidio, haber intentado suicidarse antes, sentirse solo, sentirse enfadado, sentir que carece de un propósito… y la lista sigue por páginas y páginas. Se sabía que las personas solteras, las personas gays, las personas que han enviudado recientemente, las que han perdido el trabajo repentinamente, los enfermos en fase terminal y las personas solitarias tienen un riesgo mayor de suicidarse. ¿Pero cuál de estos factores podría ayudar a diferenciar a las personas que quieren vivir de aquellas que desean morir y de aquellas que, en última instancia, acaban quitándose la vida? Esto constituía un hueco inmenso en el campo. En el viaje desde la ideación suicida hasta la plancha del forense, 99.5 por ciento de las personas se echan atrás. ¿Pero qué ocurre con el 0.5 por ciento restante?

Después de cientos de horas de sentarse con pacientes, de examinar detenidamente las investigaciones y de analizar sus propios recuerdos, Joiner logró un toque de inspiración: una breve explicación de todo. ¿Por qué las personas mueren por suicidio? Porque quieren. Porque pueden. Docenas de factores de riesgo resumidos en una fórmula que compartió conmigo en su oficina: “Las personas mueren por suicidio cuando tienen el deseo de morir y la capacidad de morir.” Al desglosar “el deseo” y “la capacidad”, encontró lo que, en su opinión, es la única vía verdadera hacia el suicidio.

Es una “zona de riesgo claramente delineada”, un conjunto de tres condiciones superpuestas que se unen para crear un oscuro callejón en el alma. Las condiciones están estrechamente definidas y se superponen muy pocas veces para explicar el acto relativamente infrecuente del suicidio. Pero lo alarmante es que cada condición no es extrema o anormal en sí misma, y el estado de ánimo suicida combinado no es insondablemente psicótico. Por el contrario, el diagrama de Venn del suicidio se compone de círculos en los que comúnmente entramos o estamos cerca, sin darnos cuenta nunca de que estamos en el centro mortal hasta que es demasiado tarde. Las condiciones del suicidio descubiertas por Joiner son las condiciones de la vida diaria.

Ha denominado a la primera de ellas “baja pertenencia”, y es la idea más instintiva de su fórmula. Joiner afirma que “el deseo de morir” empieza con la soledad, una necesidad frustrada de inclusión y vínculo. Lo cual explica por qué los índices de suicidio aumentan un tercio en el grupo que abarca desde las personas casadas hasta las que nunca se han casado. También concuerda con el hecho de que las personas divorciadas presentan el mayor riesgo de suicidio, mientras que los gemelos tienen un riesgo reducido y las madres de niños pequeños tienen prácticamente el menor riesgo. Una madre de seis niños tiene un riesgo seis veces menor que el de una madre sin hijos, de acuerdo con un estudio. Podría morir por exceso de trabajo y preocupación, pero no por suicidio.

La necesidad de pertenecer es tan poderosa, afirma Joiner, que a veces se expresa incluso en la muerte. “Voy caminando hacia el puente”, dice el inicio de una nota suicida del puente Golden Gate, citada por este investigador. “Si una persona me sonríe en el camino, no saltaré”. El autor saltó. Estaba solo, al igual que la mayoría de nosotros. La carencia de vínculos es la nueva libertad absoluta, una estrategia para el éxito que se traduce en atrimoniospostergados, divorcios más fáciles, menos hijos y una tendencia a ir hacia el próximo horizonte, pasando por alto la cena familiar en el proceso.

Doce años y una revolución tecnológica después de que Robert Putnam escribió Bowling Alone (Jugando solo a los bolos), su tratado sobre la decadencia de la comunidad estadounidense, las instituciones que solían unir a Estados Unidos se han desintegrado aún más, por decirlo suavemente. Las personas dicen a los encuestadores que el mundo se ha vuelto menos amable, menos digno de confianza y menos justo. Es un lugar donde usted trabaja más tiempo en trabajos menos estimulantes por un menor sueldo, donde su vida se va con cada nuevo correo electrónico, o peor aún, con cada hora de trabajo extra. Lo que resulta mortal de todo ello es la pérdida de lo que Joiner denomina “atención recíproca”. Cuando las personas no tienen ningún hombro sobre el cual reclinar su cabeza, se sienten más aisladas, y ese aislamiento puede ser mortal.

Tal vez Facebook no nos está “volviendo solitarios”, como afirmó Stephen Marche en una nota de portada de Atlantic la primavera pasada. Pero Facebook no ayuda. “Cuanto mayor es la proporción de interacciones en línea, más solos nos encontramos”, dijo a Marche John Cacioppo, catedrático de la Universidad de Chicago y el experto más importante del mundo sobre la soledad. Lo contrario también es cierto: más tiempo cara a cara, menos soledad. Pero como cabría esperar, todas las líneas de tendencia de nuestras relaciones van en una dirección.

Para su libro Alone Together (Juntos en la soledad) publicado en 2011, Sherry Turkle, psicóloga del MIT, entrevistó a más de 450 personas, la mayoría de ellas adolescentes o de alrededor de 20 años, acerca de sus vidas en línea. Ella es autora de dos libros anteriores, con una tendencia favorable hacia la tecnología, pero esta vez descubrió un mundo más triste y más antiséptico, en el que las personas recurren más a sus máquinas que unos a otros. Ella incluso identificó una tendencia a largo plazo hacia el sexo con robots, un futuro donde preferiremos la compañía mecánica en lugar del caos de la interacción humana. (Y usted pensaba que ya era suficientemente difícil vivir con nuestra tanda actual de amantes electrónicos: la chispa de la pornografía en internet, el murmullo de una herramienta motorizada al lado de la cama). Después de una década de disminución en el número de reuniones frente a frente, Mark Silva, director ejecutivo de Great Unions, una de las compañías de planificación de reuniones más grandes de Estados Unidos, lanzó un nuevo argumento de ventas: “Desconéctese por una noche.” Ahora, podría añadir justificadamente: “O si no…”.

El poder salvador de la pertenencia puede ayudar a explicar por qué, en Estados Unidos, los negros y los hispanos han tenido, desde hace mucho tiempo, índices de suicidio mucho menores que los blancos. Tienen mayores posibilidades de mantenerse unidos por la pobreza, y más duraderamente vinculados por los lazos de la fe y de la familia. En la última década, conforme los índices de suicidio se han disparado entre los blancos de edad madura, el riesgo para los negros e hispanos de la misma edad se ha incrementado en menos de un punto, aunque sufren el peor estado de salud de acuerdo con casi cualquier otro estándar. Existe un viejo chiste en la comunidad negra, un guiño a los curiosos poderes de la pobreza y la opresión para mantener bajos los porcentajes de suicidio. Es realmente simple: usted no puede morir si salta de la ventana del sótano.

Joiner denomina “onerosidad” a su segunda condición, y podría ser tan emocionalmente instintiva como la soledad.

Cuando las personas se consideran eficaces como proveedoras para sus familias, como recursos para sus amigos, como colaboradoras para el mundo, mantienen la voluntad de vivir. Cuando pierden esa visión de ellas mismas, cuando esto se cristaliza en un sentimiento de ser un lastre, el deseo de morir se enraíza. Nos necesitamos unos a otros, pero si sentimos que le estamos fallando a aquellos a quienes necesitamos, la opción está clara. Más nos valdría estar muertos.

Esto explica por qué los suicidios aumentan con el índice de desempleo, y también con el número de días que una persona ha pasado en cama. La sola experiencia de necesitar y recibir la ayuda de amigos, en lugar de arreglárselas por uno mismo, puede hacer que una persona añore la muerte. Somos una especie gregaria, pero también valiente, tan adepta a hacer el papel de salvadores que preferimos morir en lugar de cambiar de lugar con aquel a quien salvamos.

De este modo, el suicidio no es el acto final del egoísmo ni tampoco un acto de venganza, dos de las críticas culturales más comunes. Está más cerca del heroísmo equivocado.

Si el suicidio tiene un componente evolutivo, como piensa Joiner, es aquí donde se manifiesta. Los seres humanos no son los únicos animales que se suicidan. Los abejorros se matan como defensa contra los parásitos, abandonando el nido para salvarlo. Los pulgones de los guisantes hacen algo similar. Ellos usan una especie de bomba suicida que lesiona a las mariquitas, su mayor depredador, para salvar a su propia especie. En niveles más altos del reino animal, los leones machos se sacrifican en las sabanas: exponen sus gargantas a los clanes atacantes en un esfuerzo para dar la oportunidad de escapar a otros miembros de la familia. Es posible que un instinto similar permanezca en nuestro ADN, elcual choca incómodamente con las debilidades y las banalidades de la vida moderna.

¿Ha habido alguna vez una sociedad que haya hecho más que la nuestra para hacer que las personas se sientan como animales inútiles? Vecindarios completos son atrapados en redadas federales, encarcelados o aprisionados en un ciclo de subsidios gubernamentales. Millones de personas más son pobres o casi pobres, y muy probablemente están empantanadas en esa situación. Y los estadounidenses nunca han sido más obesos o más enfermos.
Una de cada cinco personas de edad madura sufre múltiples enfermedades crónicas, un índice 100 por ciento mayor que el de una década anterior. Si Joiner tiene razón, todos estos hechos resultan tan duros para la mente como para el cuerpo. Como lo expresa una de las notas suicidas citadas por Joiner: “Supervivencia del más apto. Adiós. No soy apto”.

La recesión no puede explicar las nuevas tendencias en el suicidio, pero los cambios estructurales a mayor plazo en la economía pueden ser la base de muchas de ellas. Es desde hace muy poco tiempo que los economistas han empezado a centrarse en el impacto psicológico de la desigualdad de ingresos, relacionando la riqueza y la felicidad de todos con el riesgo de suicidio de algunos. Si usted gana 10 por ciento menos que su vecino, por ejemplo, usted tiene 4.5 por ciento más probabilidades de morir por suicidio, de acuerdo con un artículo de investigación dirigido por Mary C. Daly, que trabaja en el Banco de la Reserva Federal en San Francisco. En un estudio anterior, ella y sus colegas descubrieron que los índices de suicidio aumentaban generalmente junto con las medidas de “felicidad” nacional, un hecho que concuerda
perfectamente con las ideas de Joiner sobre la alienación y la onerosidad. Es difícil estar triste y solo, y lo es aún más si los demás parecen demasiado felices como para ser interrumpidos.

Si Joiner tiene razón sobre el riesgo de suicidio al sentirse inútil, entonces los cambios a largo plazo en la economía también pueden permitir explicar los nuevos datos demográficos del suicidio. Conforme la mano de obra estadounidense ha ido pasando de los músculos al cerebro durante las tres décadas anteriores, las mujeres han igualado o adelantado a los hombres como porcentaje de todos los trabajadores. Sin embargo, al hacerlo, parecen adquirir una parte del riesgo tradicional de suicidio de los varones cuando su desempeño en esas funciones se tambalea. Esta podría ser la razón por la que el cambio en las tendencias suicidas es tan pronunciado entre las mujeres educadas de edad madura, de acuerdo con una investigación de próxima aparición, realizada por Hyeyoung Woo, sociólogo de la Universidad Estatal de Portland. Son uno de los pocos grupos donde una mayor escolaridad se relaciona con un mayor número de oportunidades, pero también con una mayor cantidad de autoagresión.

Entre sus contrapartes masculinas de edad madura se aplica lo contrario: los varones con menos educación tienen un mayor riesgo de suicidio. Los estados con los mayores índices de suicidio tienden a agruparse en el Sur y el Oeste Montañoso, áreas con muchos hombres blancos y armas de fuego, una combinación históricamente negativa para la autoagresión. Esta franja suicida también está definida por lo que los psicólogos denominan una “cultura del honor”. Como Joiner ha descubierto, eso significa porcentajes de homicidio más altos, pero también porcentajes de suicidio incluso más exagerados, un hecho que atribuye a milenios de antiguos códigos masculinos, combinados con la desaparición de trabajos obreros, la cual tiene pocas probabilidades de revertirse. Denme honor o dénme la muerte era un lema personal más seguro cuando el honor todavía podía hallarse fácilmente.

Incluso los adolescentes y las personas de alrededor de 20 años de edad pueden descubrir los efectos letales del desempleo.

Krysia Mossakowski, socióloga de la Universidad de Hawái, ha descubierto que las personas desempleadas durante largos períodos en sus años de juventud tienen muchas más probabilidades de mostrar señales de depresión y alcoholismo cuando se acercan a la madurez. Este hallazgo se mantuvo independientemente del historial psicológico, y apareció en forma consistente incluso entre aquellos jóvenes que tuvieron éxito en el mundo laboral. En Japón, mientras tanto, la mayoría de las solicitudes de incapacidad relacionadas con enfermedades mentales son presentadas por personas que se incorporaron a la fuerza laboral durante la década económicamente “perdida” de 1990. Actualmente tienen alrededor de 30 años, y están cada vez más deprimidas.

Pero también en este caso, todos lo estamos. Las tendencias del suicidio en Estados Unidos y otros países son reflejadas por los cambios devastadores en la conducta y la salud mental. En las últimas dos décadas, por ejemplo, ha habido un incremento de 37 por ciento en los años de vida perdidos debido a la depresión clínica, a la ansiedad, al alcoholismo y la drogadicción, y a otros trastornos mentales, de acuerdo con el conjunto de datos anteriormente inéditos que GBD proporcionó a Newsweek. Considerados en conjunto, estos trastornos son la causa principal de incapacidad en el mundo, afectando principalmente a los países en vías de desarrollo y sobre todo a Estados Unidos. En la nación que comercializó el pensamiento positivo y puso frascos de pastillas en los botiquines de todas las familias, la depresión ha surgido como el trastorno más debilitante que enfrentamos.

Joiner llama “temeridad” a su última condición para el suicidio, y lo que realmente significa es, “la capacidad de morir”,una capacidad que, en su opinión, las personas tienen que desarrollar con el tiempo. Es por ello que es difícil matarse a uno mismo. Esto debe ser obvio. El cuerpo humano está construido para durar, la mente está diseñada para huir de la muerte, y a eso se debe que tantas personas se echen atrás. Ponen los frenos, se retiran de la barandilla, ruegan que alguien les lave el estómago, se quitan de las vías, o simplemente se desmayan antes de que puedan infligirse el daño que planean.

De esta forma, el suicidio no es un tema de cobardía. No es indoloro o fácil, como activar la alarma contra incendios para escaparse de la clase de matemáticas. Se requiere “una especie de valor”, afirma Joiner, “una resistencia temeraria” que no es loable, pero sin duda, tampoco es débil o impulsiva. Por el contrario, afirma, el suicidio requiere acostumbrarse lentamente al dolor, adormecerse ante la violencia. Destaca el mayor riesgo de suicidio compartido por atletas, médicos, prostitutas y personas con bulimia, entre otros; cualquier persona que tenga antecedentes de haber acallado el instinto del cuerpo de gritar, lo cual es un gran avance para descifrar el enigma de los suicidios entre militares.

Para la población en general, esto podría parecer levemente alentador al principio. Después de todo, la mayoría de nosotros no encajamos en estas categorías. Pero Joiner cree que puede haber una puerta lateral hacia la temeridad: la exposición a la violencia en los medios de comunicación. ¿Recuerda este debate? Bien, básicamente ha concluido. “La fuerza de la relación entre la violencia en los medios y la conducta agresiva”, concluyó en 2009 la Academia Estadounidense de Pediatría, “es mayor que la asociación entre el consumo de calcio y la masa ósea, la ingestión de plomo y el CI inferior, y la falta de uso del condón y la infección por VIH sexualmente adquirida, y es casi tan fuerte como la asociación entre el tabaquismo y el cáncer de pulmón”. En uno de los estudios examinados, un psicólogo social mostró a varios estudiantes fotografías de un hombre apuntando un arma de fuego en la garganta de otro hombre, entre otras imágenes. Las personas que habían estado expuestos a medios más violentos no reaccionaron. Se habían
habituado a la violencia.

Joiner esbozó su teoría por primera vez hace aproximadamente una década, lo cual no es demasiado diferente al día de ayer en el mundo de la ciencia, en el que la evolución no es más que una teoría. Pero sus ideas ya han sobrevivido a desafíos directos, y los ha defendido ante salones de baile llenos de académicos y ante largas mesas atestadas de funcionarios públicos. Las fundaciones Guggenheim y Rockefeller han donado fondos, al igual que los Institutos Nacionales de Salud y el Pentágono, que recientemente lo invitó a codirigir su Consorcio de Investigación sobre el Suicidio entre Militares. En dos libros Why People Die by Suicide, (Por qué las personas mueren por suicidio (2005) y Myths About Suicide (Los mitos acerca del suicidio (2010), ambos publicados por Harvard University Press, y en cientos de artículos, ha desarrollado un modelo verificable. Es “elegante” en palabras de Aaron Beck, psiquiatra de la Universidad de Pennsylvania, conocido como el padre de la terapia cognitiva. Es “penetrante” y “eficaz”, añadió la Asociación Psicológica Estadounidense, que publicó un volumen de US$60 del trabajo de Joiner para ayudar a guiar a los médicos que sufren su propia encrucijada de Galveston.

Mientras hablábamos del suicidio en su oficina, con el sol de Florida brillando intensamente a través de un ventanal, Joiner rebotaba suavemente de un lado a otro en un sillón giratorio. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de manga corta del color de un desierto de tira cómica. Hablaba utilizando oraciones cuidadosas y completas. Pero me resultó difícil concentrarme una vez que vi el pez plateado del tamaño de un trofeo y la serpiente enroscada, montados cerca de su computadora. “Esa es una piraña”, explicó, “Y ésa es una serpiente de cascabel”. Conserva a ambos animales como recordatorios del principio de que acabar con su propia especie, por no hablar de uno mismo, es difícil de hacer. “La piraña no lo hará. Nos matarán a nosotros, pero no se matarán entre ellas”, dice. “Lo mismo ocurre con serpientes de cascabel. Tienen veneno y colmillos y todo, pero no los usan entre ellas. Luchan. Es una regla de la naturaleza, no un hecho indiscutible, pero una regla general: uno no se mata a uno mismo”.

Y sin embargo, su padre lo hizo. Se volvió cada vez más solitario, dejando que las viejas amistades murieran mientras construía su carrera. Se formó una identidad a través del trabajo, la cual le dejó sin timón cuando entró en un semiretiro. Allí estaba su sentido de no pertenencia, un sentimiento tan agudo que trató de unirse a una iglesia afroamericana, aparentemente atraído por la comunidad y la posibilidad de establecer vínculos. El sentirse oneroso se produjo después, cuando su malhumor le impidió ser el pilar que había sido para su familia. Eso hizo surgir el deseo de morir, de acuerdo con la teoría de Joiner.

Pero la capacidad de morir se enraizó antes y creció mucho más despacio. El padre de Joiner tenía toda una vida de experiencias físicas dolorosas: accidentes raros, lesiones deportivas. También era pescador, un hombre que sabía cómo usar un cuchillo y que se sentía cómodo con la sangre en sus manos. Joiner recuerda particularmente un viaje de pesca, padre e hijo cruzando el mar en un bote que parecía un trozo de madera flotante de 25 pies en el inmenso Océano Atlántico. Cuando surgió repentinamente una tormenta, Joiner vio a su padre luchando contra las olas, tratando de evitar que el diminuto yate se fuera a pique. Agarró el timón hasta que se rompió, y en ese momento, condujo el barco usando todo lo que le quedaba, una columna hecha añicos, las manos cortadas y ensangrentadas.

Esto, al final, fue lo que lo mató, afirma Joiner: el hecho de que su padre fuera lo suficientemente fuerte, en una formapervertida, como para caer sobre su propio cuchillo. Esto, y el hecho de que se hubiera encontrado en el centro de los tres círculos de riesgo. Después de décadas de entrar y salir de ellos, en forma muy parecida a como lo hacemos nosotros, él caminó hacia el centro.

Actualmente, el pensamiento de Joiner se ha dirigido hacia la prevención. Si tiene razón sobre el suicidio, si somos capaces de frustrar una de las tres variables, tendremos la capacidad de salvar una vida. Los médicos hábiles pueden hacerlo, pero no es fácil lograr que las personas entren en tratamiento. En primer lugar está el costo, pero más que eso, está la vergüenza y el estigma. El suicidio es el extraño asesino que no inspira anuncios de servicio público hechos por personas famosas, carreras de 5 km, y flamantes nuevos centros universitarios para su estudio y tratamiento. Eso tiene que cambiar, dice Joiner. “Tenemos que meternos en la cabeza que el suicidio no es fácil, indoloro, cobarde, egoísta, vengativo, autoimperioso o imprudente”, dice. “Y una vez que por fin lo hayamos metido en nuestra cabeza, tenemos que dejarnos guiar por nuestros corazones”.


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