Rey, un hombro más alto que el otro (la pesadilla de un armero), el aro
dorado de la corona sobre su escudo, está luchando por su vida y su trono. Al
ver que las probabilidades de una victoria, la cual debió ser un juego de
niños, se reducen súbitamente cuando su vanguardia avanza dificultosamente en
el terreno pantanoso, él ha hecho una jugada riesgosa: una carga frontal contra
el enemigo con una columna larga de sus caballeros más leales detrás de él, con
el fin de abrirse paso a golpes hasta su rival y matarlo. El suelo húmedo le ha
quitado su montura, pero se abre camino al cortar de través los cuerpos al
blandir su hacha de guerra. Alcanza al portaestandarte del enemigo, lo derriba.
Seguramente, el galés, el Tudor que quiere su corona, no puede estar muy lejos.
Otro hachazo, otro caballero, mucho más grande que su propia complexión menuda,
se derrumba en sus fierros estruendosos. Ahora Ricardo está a un pie de su
presa cuando todo sale mal. Un presunto aliado, con sus tropas mantenidas como
reserva, tal vez sintiendo el cambio en la fortuna de ese día, ha decidido
unirse al enemigo y ataca su retaguardia; sus hombres vestidos de escarlata se
lanzan literalmente al combate. Todo el mundo, todos esos hombres gimiendo y
tropezando y tosiendo en el suelo suave, siente que es el comienzo del fin. Algunas
filas se cierran alrededor del rey, de cuyo casco se ha caído la corona
ominosamente. Desafiando a todo y a todos, el rey da hachazos y se debate, se
ve rodeado, y una alabarda le atraviesa el casco y luego el cerebro. Él se
derrumba, se dobla, y todo acaba. Todo siempre se acaba cuando el líder de un
ejército pierde la vida, ya que estos miles de hombres, caballeros y
endurecidos hombres de armas, arqueros y artilleros (pues hubo cañones y
arcabuces en los Campos de Bosworth) no pelean por una idea o un país, sino por
la persona del rey que, de cierta forma que ellos no se cuestionan, es
Inglaterra.
Las crónicas de finales del siglo XV y principios del siglo XVI nos han
dicho esto, pero esas historias fueron escritas por, o para complacer a, los
victoriosos. Pero ahora tenemos la historia de Ricardo III como fue escrita en
sus huesos: un romance forense. No solo la fisura profunda en su cráneo donde
la alabarda penetró el casco, sino las marcas de las humillaciones y
mutilaciones subsiguientes infligidas a su cadáver. Siempre se ha sabido que el
nuevo rey, Enrique Tudor, se aseguró de exponer el cuerpo de Ricardo por dos o
tres días (las fuentes difieren) en la abadía de Greyfriars donde fue
depositado, y bien pudo estar, como lo describe una de las historias, medio
desnudo, con su mitad inferior cubierta apenas por “un pobre paño negro”, la
humillación máxima para un rey que se había deleitado con los ropajes reales. El
esqueleto muestra señales de puñaladas ascendentes a través del glúteo derecho,
otra humillación intencional y, más misteriosamente, le faltan los pies al
cuerpo. Lo más dramático de todo es que la columna vertebral está curvada como
la hoja de una guadaña: la marca de escoliosis “idiopática”, una enfermedad que
debió presentársele al príncipe, Ricardo, cuando joven y que habría empujado
uno de los hombros lo bastante arriba para que los críticos durante y después
de su vida se mofasen de la deformidad. Thomas More, cuya biografía inconclusa
es la primera y emocionante obra de narrativa histórica —más una novela que
historia verdadera—, y Shakespeare, quien echó mano de More, tal vez hayan sido
injustos al hacer de Ricardo un monstruo, y no hay señal del brazo atrofiado
que fue el centro de una de las escenas más dramáticas e imaginativas de More. Pero
los huesos nos dicen que estuvieron en lo correcto al presentar a Ricardo III
como deforme, y por completo acordes con su época al imaginar qué efec-to pudo
tener esto en la timidez de un noble empapado en literatura caballeresca de
perfección varonil, y en los muchos que lo temieron y odiaron.
El esqueleto de Ricardo —los únicos restos reales que se habían perdido
desde el rey Haroldo, el último rey sajón que murió en los campos de Hastings,
en 1066— da más detalles de su historia. Lo ha traído de vuelta a la vida (una
fuente de satisfacción macabra para el rey muerto) más material y físicamente
de lo que las meras palabras o los retratos pueden lograr. Y, según parece,
cuanto más vivimos en una época de tuits efímeros, modas pasajeras y las
insignificancias en el aire de lo contemporáneo, más ansiamos la compañía de
nuestros ancestros, para ser capaces de, como lo dice W. H. Auden, “compartir
el pan con los muertos”. A los historiadores especializados les gusta imaginar
que el apetito ubicuo por el pasado es en cierta forma filosófico: el
planteamiento de preguntas urgentes y serias con la finalidad de prevenir que
se repitan las locuras. Pero esto siempre ha sido solo una parte de la labor
histórica. El otro lado ha sido esencialmente mágico, paranormal: la
revivificación de lo perdido. Por eso millones pasan tiempo en la compañía de
Daniel Day Lincoln, o en el mundo brutal del rufián necesario de Hilary Mantel,
Thomas Cromwell, o poniéndole atención al trajín de la serie televisiva
Downtown Abbey. Pero todo ese esfuerzo: rociar de mugre y sangre para dar
correctamente la “apariencia” de una época, es débil junto a la verdad cruda de
esos huesos blanqueados que ahora son expuestos sobre terciopelo negro en
Leicester.
Pero la verdad que nos dan es, inevitablemente, incompleta, y de ninguna
manera hacen algo para vindicar el heroísmo romántico, heridas en batalla
aparte, que los avatares de Ricardo han proyectado sobre los restos. “Lo
siento”, dijo Philippa Langley, la fuerza impulsora de la Richard III Society,
la cual pagó por las excavaciones y el análisis de ADN, al mirar el rostro
reconstruido del rey, “pero él simplemente no se ve como un tirano”. Ella no
dijo cómo se imagina que debe verse un auténtico déspota. Los ricardianos
insisten en que su héroe ha sido asesinado dos veces por los Tudor: la primera
en los Campos de Bosworth, y muchas veces después por sus escritores
contratados. El monstruo maquiavélico del egotismo —“Yo soy único”— traído a la
vida por la pluma brillante de Shakespeare, en realidad fue un defensor de los
pobres; el dispensador imparcial y honesto de la justicia real en el norte de
Inglaterra y un modelo de piedad cristiana. De hecho, solo porque los
ricardianos —como seguidores aferrándose a los jeans de una estrella de rock
sensualmente malvada y muerta hace mucho tiempo— ansíen que él sea malvadamente
bueno, no quiere decir que no haya evidencia para sugerir que Ricardo no tuvo
algunas de estas cualidades. Pero también es posible que ellas fueran de la
mano con una personalidad absolutamente despiadada, con una disposición a hacer
lo que fuese necesario para conseguir la corona, incluida la usurpación, el
asesinato por poderes, y arrestos y ejecuciones sumarios sin siquiera un atisbo
de proceso judicial. De hecho, todo esto era válido en el manual maquiavélico. El
príncipe se escribió 28 años después de la muerte de Ricardo, pero las
actitudes respecto a lo que se necesitaba hacer para establecerse en un poder
indiscutible —siendo la misma cosa el beneficio propio y el bienestar común— no
habían cambiado tanto. Al describir a César Borgia, Maquiavelo escribe con
admiración sobre su disposición “a protegerse él mismo de sus enemigos, a ganar
aliados, a conquistar ya fuese por la fuerza o el engaño, a hacerse amar y
temer por la gente, a ser seguido y reverenciado por sus soldados, a liquidar a
quienes pudiesen hacerle daño”. Todo lo cual no convierte a Ricardo III en un
anticristo ni en un dechado, sino solo en un príncipe de su época.
Y esa época —la segunda mitad del siglo XV— fue profusamente ambigua. Un
antiguo mundo feudal en el cual el poder era controlado por grandes magnates
terratenientes con sus propios ejércitos que podían despachar o no al rey; un
mundo obsesionado con el honor, la dinastía, los linajes, estaba a punto de
terminar. Ricardo fue el último inglés en liderar a sus tropas en su suelo
natal, y un ejemplo de todas las cualidades guerreras de las viejas leyes de
caballería. Lo que lo reemplazaría fue el embrión del Estado moderno
administrado por burócratas, estrategas políticos al estilo de Rove, y
manipuladores de imagen como Thomas Cromwell, y sobre todo por hombres que
sabían cómo generar, administrar y preservar ingresos públicos. El vencedor de
Ricardo, Enrique VII, fue famoso por administrar los recursos de aquel y,
quizá, también con una tacaña natural, ya que dio exactamente 10 miserables
libras para el ataúd de Ricardo —mientras que su propia tumba es la más
magnífica en la abadía de Westminster.
No obstante, Ricardo no era una reliquia de una cultura política obsoleta.
Fue precisamente en el reinado de su hermano mayor, Eduardo IV, que la burocracia
financiera comenzó a profesionalizarse. Al gobernar el norte tradicionalmente
salvaje y confuso de Inglaterra, donde los muchachos grandes de la aristocracia
eran en verdad muy grandes, Ricardo reclutó e hizo uso de los terratenientes
con aspiraciones ambiciosas, muchos de los cuales habían mermado en sus
fortunas, pero conservaban su agudeza y perspicacia, así como los ricachones
menores que no se intimidaban al participar en conspiraciones. Fue esta
comprensión del futuro lo que, paradójicamente, alienó a la nobleza que al
final se puso en su contra, incluida la familia Stanley que lo traicionó en los
campos de Bosworth (sus últimas palabras no tuvieron algo que ver con caballos,
sino con una absurda incredulidad fingida, “¡Traición! ¡Traición!”).
Pero había la otra parte de Ricardo y su mundo, la cual tanto lo creó como
lo acabó: un señor de la guerra políticamente astuto que era, como decían los
libros del honor, un chevalier sans peur et sans reproche: un caballero sin
miedo y sin reproche. En la parte de la valentía, Ricardo no tenía igual. Pero
los reproches lo acabarían. Su problema fue el famoso ancestro real que murió
30 años antes de que naciera Ricardo, el hombre a quien Shakespeare convirtió
en la esencia del caballero y soberano feudal perfecto: Enrique V. La muerte
prematura del rey imposiblemente ideal había sido una calamidad. Las tierras
francesas ganadas por sus famosas conquistas se perdieron rápidamente; la
corona inglesa se convirtió en el instrumento de dinastías enemistadas; y Enrique
VI, quien lo sucedió siendo apenas un niño, creció para revelarse como un santo
loco y autodenominado. Ricardo tenía apenas nueve años de edad cuando su padre,
el duque de York, se sublevó simplemente en virtud de la debilidad del rey y su
propiedad apoyada por nobles con intereses personales. El duque fue derrotado y
asesinado, dejándole la causa a Eduardo, hermano de Ricardo, quien asumió la
corona por la fuerza de las armas, la perdió y luego la recuperó, mientras el
joven y ahora visiblemente deforme (pero famosamente valeroso) adolescente se
abría camino a golpes en los campos de batalla de Inglaterra.
Ricardo había sido un gobernador concienzudo, aunque dado a apropiarse de
bienes, del norte para su hermano por 12 años hasta que, inesperadamente,
Eduardo IV murió en 1483, dejando a otro niño rey, de 12 años de edad, como su
sucesor. El tío Ricardo fue nombrado su protector. Y la Pregunta Maquiavélica
ahora se imponía. ¿Se permitiría que Inglaterra, la cual había soportado
décadas de guerra civil, se colapsase de nuevo en ella, con el niño monarca
como presa de los ambiciosos? ¿O un hombre fuerte debería hacer lo que se
necesitara para asegurar que esto no sucediese? ¿Lo que sucediese sería por
completo para Ricardo, o por completo para Inglaterra? ¿Quién haría la
distinción? ¡Él no!
Pero los medios que usó para crear este centro sólido de poder y lealtad
arruinaron el fin. El cálculo miedo-amor siempre es una cosa delicadamente
equilibrada —solo pregúntele a cualquier político estadounidense, o a Tony
Soprano—, y tal vez a causa de todo el caos y las masacres por las que había
pasado, Ricardo erró hacia el lado del terror. Para sus sobrinos, él fue el
tipo de protector del que necesitas protegerte. Se orquestó una campaña para
hacer pública la noticia de que eran de hecho ilegítimos, lo cual haría a
Eduardo V, el rey sin coronar de tres meses, no apto para la coronación. Fueron
a parar a la Torre, fueron vistos jugando en el patio por un testigo, y nunca
se volvió a oír de ellos, aun cuando los esqueletos de dos muchachos de su
misma edad fueron hallados cerca de una escalera, en el recinto, a finales del
siglo XVII. Luego vino la lista negra de todos aquellos que pudieran
interponerse a su reinado (Shakespeare fue más o menos acertado en este aspecto):
los lores que rodeaban a la madre del muchacho, Elizabeth; luego uno de sus
propios partidarios, Hastings, de quien sospechaba de mirar con buenos ojos al
partido de la reina madre. Todos ellos fueron despachados al patíbulo sin
siquiera una simulación de proceso judicial. El mismísimo consejero de Ricardo,
Buckingham, fue impulsado a una rebelión chapucera.
Esto no fue terriblemente británico, o más bien inglés, porque los galeses
de hecho odiaban a Ricardo y los escoceses estaban en guerra con él. El Parlamento
era cobarde, y la Iglesia temblaba y se ponía a sus órdenes, ya que Ricardo
siempre estaba listo a donar a fundaciones piadosas y a ser el benefactor de
colegios de Cambridge. Pero incluso sin el escalofrío poco sofisticado de la
historia Tudor, uno tiene la impresión marcada de que todos los actores arriba
mencionados se comportaron de ese modo en un estado de miedo sudoroso y odio a
sí mismos. El historiador John Rous, quien había alabado las virtudes de
Ricardo cuando este estuvo en el trono, fue uno de los inventores más
extravagantes de su demonología, incluida la historia de que su madre lo llevó
por dos años y que él nació con dientes y cabello al hombro.
¿Alguien apoyaba al usurpador? Ciertamente el norte, y York en particular,
razón por la cual la catedral quiere que sus huesos yazcan allí como él
probablemente lo hubiese deseado. Pero el norte nunca fue suficiente, y sus
grandes magnates se taparon las narices y miraron a otro lado cuando Ricardo
galopó hacia los Campos de Bosworth y su despedida sangrienta.
Esa pequeña pila de huesos nos da algo más que un drama de época,
eternamente emocionante como en verdad lo es. En su centro está el hombre
maquiavélico que trató de ajustar su forma contorsionada a la apariencia de los
roles tanto arcaicos como modernos que él (y según sus propios cálculos,
Inglaterra) necesitaba: señor de la guerra y político consumado; la
personificación tanto del terror como de la benevolencia. Todos sus sucesores
Tudor sintieron lo mismo. La diferencia fue que estos se aseguraron de que
otros despacharan los asuntos sucios mientras ellos parecían alzarse como
ángeles reales por encima de la sangre y las mentiras. Cuanto más cambian las
cosas, como hubiera dicho Dickon, su cráneo de mandíbula alargada sonríe debajo
del estacionamiento.
Simon Schama es profesor de Historia e Historia del Arte en la Universidad
de Columbia. Es redactor adjunto del Financial Times, y presentador frecuente y
director de documentales para la BBC.
Newsweek - SIMON SCHAMA
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