Anatole Broyard escribió siempre con toda la fuerza
de su intelecto y personalidad, y no parece que hubiera nada, entre las cosas
que genuinamente importan, que no suscitara su interés. Los temas relacionados
con la enfermedad y la muerte, sin embargo, ocupaban para él un lugar muy
especial, tal vez en parte debido a que su padre, por el que sintió siempre un
gran apego, tuvo una muerte lenta sobrevenida, por así decir, a raíz de un
cáncer, siendo Anatole todavía un joven. Según comenta Alexandra, su mujer, en
el epílogo a estas piezas reunidas, esta experiencia, este conocimiento en profundidad
de la muerte, «dio contraste y resonancia al resto de su vida».
En 1954 publicó un relato intenso y muy personal
sobre la enfermedad y la muerte de su padre, «Lo que dijo la cistoscopia», y
veintisiete años después, en 1981 y 1982, escribió una serie de ensayos sobre
«La literatura de la muerte». Anatole Broyard ya se había enfrentado a la
muerte en calidad de hijo y en su condición de crítico literario; ya había
demostrado hallarse en términos muy íntimos (pero también belicosos) con aquello
que todos nosotros, tarde o temprano, hemos de afrontar. Sin embargo,
personalmente siempre gozó de una salud robusta, que conservó hasta 1989,
cuando de pronto se le declaró un cáncer, cáncer de próstata (emparentado con
el cáncer de vejiga que acabó con la vida de su padre).
Es evidente que la enfermedad no privó a Broyard de su
curiosidad ni de sus fuerzas; si acaso, las incrementó, las concentró como
nunca. Se sentía rebosante de energía, «ebrio» de su enfermedad, resuelto a
afrontarla, a escribir sobre ella, con toda la fuerza de que fuese capaz.
Y en estos últimos escritos, que datan de cuando
estaba mortalmente enfermo (y lo sabía), aporta fuerza, claridad, ingenio,
urgencia, intensidad de sentimiento por los poderes metafóricos y poéticos de
la enfermedad, todo lo cual los hace equiparables a lo mejor que se haya escrito
sobre esta cuestión, desde Tolstoi hasta Susan Sontag.
Nunca he visto ningún escrito sobre la enfermedad que
sea más directo, más franco: a nada se le resta importancia, no se rehúye nada,
nada se pasa por alto, no se da a nada un trato sentimentaloide, ni se apiada
gratuitamente de nada; nunca he visto ningún escrito de estas características
que sea al mismo tiempo más profundo, más inteligente, más reflexivo, más
resonante. Se obtiene en ellos una clara impresión de su autor –que además
siempre ha sido crítico y artista–; se aprecia cómo empuña la pluma con una
potencia sin precedentes, resuelto a desafiar su enfermedad, entrar en las fauces
de la muerte y lo hace pleno de vida, pluma en mano, reportero, analista hasta
el final. Va con la pluma casi hasta las tinieblas. Las últimas notas de su
diario llegan hasta pocos días antes de que muriese.
Broyard cita un episodio de un libro de Mary-Lou Weisman,
titulado Cuidados intensivos, en el que relata que poco antes de que su hijo
muriese a los quince años a raíz de una distrofia muscular, pidió a su padre
que lo colocase en una «postura impúdica» en la cama del hospital. «A mí me agrada
que mis escritos sean impúdicos e insolentes –escribe Broyard–. La amenaza de la
muerte debería hacernos más ingeniosos.» Y así es, al menos en su caso. Ebrio
de enfermedad es un libro de una impudicia y una insolencia magníficas: dogmático,
idiosincrático, provocador, impenitente… Broyard está completamente vivo y es
por completo él mismo hasta el momento de su muerte; su ingenio, su chulería,
siguen con él hasta el final.
En «Hacia una literatura de la enfermedad», Broyard relata
qué mal soportamos el pensar en una enfermedad anónima, habla de nuestra
necesidad de lograr que las enfermedades sean metafóricas, de apropiárnoslas, y
del modo en que necesitamos enfermar, y morir, con estilo.
Y refiere que el ser humano, cuando enferma,
necesita convertirse en narrador, fraguar un relato o una metáfora de su
enfermedad.
Mi experiencia inicial de la enfermedad fue la de
una serie de sacudidas sin relación unas con otras, e instintivamente pensé que
lo primero que debía hacer era tratar de controlarla dándole la forma de una narración.
En las situaciones de emergencia siempre inventamos relatos […]. El relato, la
narración, parece ser una reacción natural a la enfermedad […].
Los relatos son anticuerpos contra la enfermedad y el
dolor […]. Al principio me inventaba microrrelatos. La metáfora era uno de mis
síntomas. Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos
como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una
mujer demente que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca.
Así pues, en primera instancia Broyard se descubrió componiendo
un relato para su uso personal. Y luego, casi de inmediato, también para los
demás. En estas piezas, Broyard descubre una libertad tremenda, sin precedentes,
a raíz de estar enfermo; una libertad que le permite decir (acaso por primera
vez en su vida) qué es exactamente lo que desea, y desatinar todo lo que le venga
en gana.
Una enfermedad crítica es como un gran permiso, una
autorización o una absolución. Está bien que un hombre amenazado sea un
romántico, e incluso que esté loco, siempre y cuando eso le apetezca. Durante toda
la vida, uno piensa que ha de contener como sea su locura, pero cuando está
enfermo puede darle salida incluso en sus colores más chillones.
La necesidad definitiva consiste en apropiarse de la
enfermedad, adueñarse de ella. «[Y es que] me parece –escribe– que cualquier
persona seriamente enferma ha de desarrollar un estilo de cara a su
enfermedad.» Parte de la escritura más luminosa que se recoge en Ebrio de
enfermedad versa justamente sobre la búsqueda o la invención de ese estilo.
Broyard se adentró en las tinieblas con desenfado, con estilo; leer sobre este
aspecto nos hace sentir a todos la muerte como algo menos arrollador, menos
anónimo, menos gris.
En mi condición de médico, la parte más
extraordinaria de un libro extraordinario como éste es el ensayo titulado «El
paciente examina al médico». Broyard habla –como ya hiciera Auden en sus
últimos poemas– de la clase de médico que desea tener, con quien hablar, y con
el cual estar, cuando lo ha abatido el Destino y se le echan encima sus últimos
días. Lo que menos desea es un médico que sea insulso, que no parezca «no ser
suficientemente intenso ni voluntarioso para imponerse a algo poderoso y
demoníaco, como es la enfermedad». Lo que busca en un médico es «alguien que
sepa leer a fondo la enfermedad y que sea un buen crítico de la medicina… que
no sólo fuese un médico de talento, sino que fuese por añadidura un poco
metafísico… [uno que sea] capaz de ir más allá de la ciencia y llegar a la
persona… capaz de imaginar la soledad en que viven los enfermos críticos.
Quiero que sea él mi Virgilio, que me guíe por mi purgatorio o mi infierno, señalando
todo lo que haya que ver por el camino.
Un
psicoanalista británico, D. W. Winnicott, según nos refiere Broyard al final
del ensayo «Hacia una literatura de la enfermedad», comenzó una autobiografía
que nunca terminó. Empieza diciendo: «He muerto». Apenas unos párrafos después
escribe: «Vamos a ver: ¿qué estaba ocurriendo cuando morí? Mi plegaria ha sido atendida.
Estaba vivo cuando morí». Ésa es la razón, nos dice Broyard, de que aspire a
escribir este libro: para cerciorarse de que está vivo cuando muera. Broyard
nunca llegó a terminar una autobiografía, pero estos magníficos escritos del
final de su vida pueden a todos los efectos hacer las veces de una. Al igual
que en el caso de Winnicott, sus plegarias fueron atendidas; estuvo
intensamente vivo hasta el momento de su muerte, vio la muerte con claridad,
batalló hasta el final. Leyendo un libro como éste, a uno le entran ganas de
decir: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?».
Por Oliver Sacks,
Doctor en Medicina.
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