En defensa del malestar para
salvarnos de una vida muerta y de un planeta hostil. Basta de vivir en “modo
avión”
No estoy segura de que este año
vaya a acabar. Tengo la creciente convicción de que los años ya no acaban. Que
no queda nada de ese tiempo de transición y el cambio del calendario, como el
de las agendas, es solo un convencionalismo más que, si alguna vez tuvo
sentido, se representa estos días como un hecho vacío. No como la celebración
de un nuevo pacto de vida, individual y colectivo, sí como una farsa. Y tal
vez, por lo menos en Brasil, podríamos afirmar que 2013 comenzó en junio, no en
enero, con las manifestaciones, y continúa hoy. Pero ese es tema para otro
artículo aún por escribir. Lo que me interesa aquí es que nuestros rituales de
final y comienzo de año son cada vez más falsos y no solo porque se los
apropiara el mercado hace ya tiempo. Hay algo más grande, más difícil de
percibir, pero no por ello menos dolorosamente evidente. Algo que presentimos
pero que nos resulta difícil nombrar. Algo que nos asusta, o por lo menos nos
asusta a muchos. Y al asustarnos, en lugar de despertarnos, nos anestesia. Tal
vez para esta época de años tan acelerados que no acaban nunca, lo más indicado
sea no propósitos de año nuevo, ni manuales sobre felicidad o éxito, sino
antiautoayuda.
Cuando la gente dice sentirse
mal, que le resulta cada vez mas difícil levantarse de la cama por la mañana,
que se pasa el día colérica o con ganas de llorar, que sufre de ansiedad y que
por la noche le cuesta dormir, no me parece que esté enferma o exprese anomalía
alguna. Al contrario. En este mundo, sentirse mal puede ser una clara señal de
excelente salud mental. El que está feliz y saltarín, como un borrego de
dibujos animados, es que tal vez tenga serios problemas. Por gente así deberían
sonar las sirenas y movilizarse los psiquiatras maníacos de la medicación, no
dándoles pastillas sino rodillazos tipo “despierta y entérate”. Es necesario
desconectarse totalmente de la realidad para no sentirse afectado por este
mundo que ayudamos a crear y que nos violenta. No creo que los felices y
saltarines sean más reales que Papá Noel y todos sus renos, pero si existiesen,
serían los alienados mentales de nuestro tiempo.
"En este mundo, sentirse mal es sinónimo de excelente salud mental
Miro a mi alrededor y no todos,
pero casi, toman algún tipo de medicamento psíquico. Para dormir, para despertar,
para encontrarse menos ansioso, para llorar menos, para conseguir trabajar,
para ser “productivo”. “Para dar conta” (“para lograrlo”) es una expresión muy
usual aquí, pero ¿es que tenemos que lograr lo que no es posible lograr? ¿Es
que tenemos que resignarnos a vivir una vida que se nos escapa y a una lógica
que nos cosifica porque nos dejamos cosificar? ¿No será que “no lograr” es
justamente a lo que deberíamos prestar atención porque una parte aún viva de
nosotros grita que algo va muy mal en nuestro devenir como zombis? ¿No sería
mejor romper con todo en lugar de adaptarse a un tiempo cada vez más acelerado
y a una vida no humana por la que nos arrastramos con nuestros propios ojos
muertos, tomando pastillas para controlar el genio y tragándonos diagnósticos
de patologías cada vez más estrafalarias, consumiendo y tragando productos e
imágenes, productos e imágenes, productos e imágenes?
No hay respuesta. Y de haberla,
no sería una respuesta sino un dogma. Pero si la respuesta es un construcción
de cada uno, tal vez en este momento sería también una construcción colectiva,
en la medida en que parece ser un fenómeno de masas. O para quienes todo lo
miden por su etiqueta sanitaria, uno de los signos de nuestra época, estaríamos
ante una pandemia de malestar. Quiero aquí defender el malestar. No como si
fuese un virus, un alienígena, un algo que no debería estar ahí y por lo tanto
fuera imperioso silenciarlo. Defiendo el malestar –el suyo, el mío, el nuestro–
como aquello que desde las cavernas nos mantiene vivos e hizo del Homo sapiens
una especie altamente adaptada, aunque destructiva y, en los últimos siglos,
también autodestructiva. El malestar es lo que nos avisa de que algo va mal y
que hay que cambiarlo. No como un acto fácil, una regla de autoayuda, sino como
un cambio de posición; algo que cuesta, que lleva tiempo y que exige nuestros
mayores esfuerzos. Exige que, por la mañana no solo nos levantemos, sino que
nos despertemos.
Años atrás habría escrito, y de
hecho lo escribí algunas veces, que el malestar de esta época, que me parece
diferente del malestar de otras épocas históricas, se produce por diversas
razones relacionadas con la modernidad y sus creaciones reales y simbólicas;
incluso por sus ilusiones potenciales y fantasías de superación de los límites.
Pero, en especial, por nuestra reducción de personas a consumidores, por el
sometimiento de nuestros cuerpos –y almas– al mercado, y por la condena de
vivir en un tiempo acelerado.
“Defiendo el malestar como aquello que nos mantiene vivos desde las cavernas
Sobre esta peculiaridad, la
psicoanalista Maria Rita Kehl escribió un libro muy interesante llamado El
tiempo y el perro (O Tempo e o Cão, Editorial Boitempo), en el que reflexiona
de forma original sobre lo que las depresiones expresan de nuestro mundo
también como síntoma social. Al comienzo, cuenta la experiencia personal de
haber atropellado a un perro en la carretera, y experiencia, en este caso, no
es una palabra elegida al azar. Kehl vio al perro pero, a la velocidad que iba,
no pudo parar ni desviarse lo suficiente. Solo consiguió no matarlo. De
inmediato, el animal, tambaleándose camino del arcén, quedó atrás en el espejo
retrovisor. Es lo que sucede con nuestras vivencias a la velocidad que dicta
esta época en la que el tiempo se ha reducido a dinero; una brutalidad que
permitimos, reproducimos y con la que transigimos sin percibir cuánto de muerte
hay en esa conversión.
Sobre la aceleración, la
psicoanalista dice: “Poco nos damos cuenta de ella, de la banal velocidad de la
vida, hasta que algún mal encuentro revela su rostro mortífero. Mortífero no
solo contra la vida corpórea, en casos extremos, sino también contra la
delicadeza innegociable de la vida psíquica. (…) Su olvido (del perro) se
sumaría a la eliminación de miles de otras percepciones instantáneas sobre las
que nos limitamos a reaccionar rápidamente para en seguida, con igual rapidez,
olvidarlas. (…) De aquel mal encuentro, que podría haber acabado con la vida
del perro, quedó una ligera mancha oscura en mi parachoques. (…) El accidente
en carretera me hizo reflexionar respecto a la relación entre las depresiones y
la experiencia del tiempo que, en la actualidad, prácticamente se resume en la
experiencia de la velocidad”. ¿Qué ocurre dentro y fuera de nosotros con las manchas
oscuras y la sangre dejada atrás? ¿No nos rondan en esas noches en que
hiperventilamos antes de tomarnos una pastilla? ¿Cómo vivir humanamente en un
tiempo no humano? ¿Y cómo aceptamos estar sometidos a la barbaridad de una vida
no viva?
La Amazonia ha sobrevivido 50
millones de años a meteoritos y glaciaciones, pero en menos de 50 años está
amenazada por la acción del hombre
Hoy me parece que algo nuevo se
impone, íntimamente relacionado con todo esto, con una concreción aplastante y
un sentido de urgencia exponencial en todas las cuestiones de la existencia.
Solo en ese sentido es algo fascinante. Ese algo es el cambio climático: un
hecho aún mucho más explícito en la mente de científicos y ambientalistas que
de la sociedad en general. La evidencia de que lo que posiblemente sea el mayor
desafío de toda la historia de la humanidad todavía no se haya convertido en la
mayor preocupación del llamado “ciudadano normal” es una muestra no de su
insignificancia en la vida cotidiana, sino, al contrario, la prueba de su
enormidad en la vida cotidiana. Es tan grande, que nos vuelve ciegos y sordos.
En una entrevista reciente,
publicada aquí como Diálogos sobre el fin del mundo, el antropólogo Eduardo
Viveiros de Castro evoca al pensador alemán Günther Anders (1902-1992) para
explicar esa alienación. Anders afirmaba que el arma nuclear era la prueba de
que algo había sucedido con la humanidad desde el momento en el que se mostró
incapaz de imaginar los efectos de lo que se volvió capaz de hacer. Reproduzco
aquí esa parte de la entrevista: “Es una situación antiutópica. ¿Qué es un
utópico? Un utópico es una persona que puede imaginar un mundo mejor pero no
consigue realizarlo, no conoce los medios ni sabe cómo. Y nosotros vamos al
contrario. Somos capaces técnicamente de hacer cosas que no somos capaces
siquiera de imaginar. Sabemos hacer la bomba atómica, pero no sabemos pensar la
bomba atómica. Gunther Anders utiliza una imagen interesante, la de que existe
en biología esa idea de la percepción de fenómenos subliminales, por debajo de
la línea de percepción. Esa cosa tan bajita que oyes pero que no sabes que has
oído; o que ves pero que no sabes que has visto; como pequeñas fluctuaciones de
colores. Son fenómenos literalmente subliminales, que están por debajo del
límite de su percepción. Nosotros, según él, ahora estamos creando algo que no
existía, lo supraliminal. O sea, tan grande que no consigues verlo ni
imaginarlo. La crisis climática es una de esas cosas. ¿Cómo vas a imaginar algo
que depende de miles de parámetros, que es un transatlántico que navega y tiene
una masa inercial gigantesca? La gente se queda paralizada, padece una especie
de parálisis cognitiva”.
"Si no queremos alcanzar el punto de no retorno, es necesario dejar de vivir en ‘modo avión
El hecho de alienarse –o como
hacen algunos, llamarles “ecopelmas” a aquellos que señalan lo obvio, mal
chiste y además viejo– no impide el deterioro acelerado del planeta ni el
deterioro acelerado de la vida cotidiana e íntima de cada uno. Lo que quiero decir
es que, como todos nuestros gritos existenciales, el hecho de negarlos no
impide que hagan estragos dentro de nosotros mismos. Creo que el malestar
contemporáneo –o el nuevo malestar de la civilización– hoy está visceralmente
ligado a lo que pasa con el planeta. Y ninguna investigación del alma humana de
este momento histórico, en cualquier campo del conocimiento, debería dejar de
analizar el impacto del cambio climático en curso.
En cierto modo, en la percepción
popular del término “clima”, refiriéndose al estado del espíritu de un grupo o
persona, hay también un “cambio climático”. Pese a que la mayoría no consiga
designar su malestar, me temo que la fiera sin nombre va a abrir sus ojos
dentro de nosotros en las noches oscuras, como un residuo de las pesadillas que
tenemos solo cuando estamos despiertos. Es ese bicho interior que presiente,
pese a tener miedo de sentir en el nivel más consciente y empuja hacia dentro,
por ignorancia y anestesia, todo lo que teme, en un esfuerzo casi conmovedor.Y
la mayor prueba, de nuevo, es la inmensidad de la negación, inclusive mediante
el uso de drogas compradas en farmacias y “autorizadas” por el médico, la gran
autoridad de este momento curioso en el que el concepto de enfermedad está
alterado.
São Paulo es, en Brasil, el
escaparate más impresionante de esa monumental alienación. La mayor ciudad del
país se está convirtiendo desde hace años, décadas, en un escenario distópico
en el que las personas evolucionan lentamente entre coches y contaminación,
acorraladas y cada vez más violentas en los mínimos actos del día a día. En el
último año, la sequía y la crisis del agua han acentuado y acelerado el
deterioro de la vida, pero ni el cambio climático ni todos los problemas
socioambientales relacionados con él han tenido impacto alguno, ni siquiera una
mínima relevancia, en las elecciones estatales y principalmente en las
presidenciales. Nada. La mayoría, incluyendo los gobernantes, no parecen
percibir que la catástrofe paulista, que afecta a la capital y a otras ciudades
del interior, está ligada a la devastación de la Amazonia. Ese llamado “mundo
como lo conocemos” viniéndose abajo y los zombis caminando por calles
incompatibles con la vida sin que nadie se sobresalte. A pesar de eso, me
atrevo a creer, ni siquiera por un momento dejan de angustiarse en su interior.
La vida aún se resiste dentro de nosotros, incluso en Zombilandia. Y ese
malestar es lo que queda de humano en nuestros cuerpos.
De un científico, Antonio Nobre,
es un texto fundamental. Leer “El futuro climático de la Amazonia” no es una
opción. Hágase un favor a sí mismo y reserve una hora o dos del día, el tiempo
que dura una película, entre en Internet y lea las 40 páginas escritas en un
lenguaje accesible que tiende puentes con diversos campos del conocimiento. Hay
tramos de gran belleza sobre la mayor selva tropical del planeta, un territorio
real y simbólico sobre el que el criterio oficial – en Brasil alimentado por la
propaganda de la dictadura cívico militar – basó una idea de explotación y
nacionalismos que sigue vigente hoy solo por absoluto desconocimiento. También
es por culpa de nuestra ignorancia por lo que el actual gobierno, reelegido
para un mandato más, realiza en la Amazonia su proyecto megalómano de grandes
hidroeléctricas con escasa resistencia, y que está causando ahora, en este
mismo momento, un desastre ambiental de proporciones inconmensurables en varios
ríos amazónicos y el etnocidio de los pueblos indígenas de la cuenca del Xingu.
Antonio Nobre muestra cómo una
selva, con un papel insustituible en la regulación del clima de Brasil y del
planeta, en los últimos 40 años ha sufrido una deforestación de 762.979
kilómetros cuadrados: como tres Estados de São Paulo o dos Alemanias. O el
equivalente a más de 12 mil canchas de fútbol deforestados cada día, más de 500
por hora, casi nueve por minuto. Sumando el área talada y el área degradada,
alcanzamos la aterradora estimación de que, hasta 2013, el 47% de la selva
amazónica puede haber sido afectada directamente por una actividad humana
desestabilizadora del clima. “La selva sobrevivió durante más de 50 millones de
años a volcanes, glaciaciones, meteoritos, deriva del continente”, escribe
Nobre. “Pero en menos de 50 años está amenazada por la acción del hombre”. La
Amazonia pone de relieve el momento de la Historia en el que la humanidad dejó
de temer la catástrofe, para convertirse en catástrofe.
¿Cómo es posible que esté
sucediendo aquí y ahora e importe a tan pocos? Si no despertamos de nuestro
sopor, nuestros hijos y nietos vivirán y morirán no con una Amazonia
transformada en sabana, sino en desierto, con una gigantesca repercusión en el
clima del planeta y en la vida de todas las especies. Para tener una idea de la
magnitud de lo que estamos haciendo, por acción u omisión, por alienación,
anestesia o automatismo, aquí van algunos datos: un árbol grande evapora más de
mil litros de agua al día. Cada 24 horas, la selva amazónica lanza a la
atmosfera, por transpiración, 20 mil millones de toneladas de agua, o 20
billones de litros de agua. Para hacerse una idea comparativa, el Río Amazonas
desagua en el Océano Atlántico una cantidad menor: 17 mil millones de toneladas
de agua al día. No es preciso ser científico para imaginar lo que le ocurriría
al planeta sin la selva.
Nobre afirma que ya no basta con
reducir a cero la deforestación. Hemos alcanzado tal nivel de destrucción que
es necesario regenerar la Amazonia. La selva no es el “pulmón del mundo” sino
mucho más que eso: es su corazón. No es una frase sobrepasada y manida, sino un
hecho científico. El mundo, no solo Brasil, necesita comprometerse en esta
lucha: el científico defiende que, si no queremos alcanzar el punto de no
retorno, deberíamos emprender – ya, ahora mismo – un esfuerzo de guerra que
comenzase con una guerra contra la ignorancia. Hacer una campaña tan fuerte y
eficaz como aquella contra el tabaco. Eso, claro está, si queremos seguir
viviendo.
En esta época de tanta conexión,
en que la mayoría pasa casi todo el tiempo en vela conectado a Internet, existe
una desconexión mortal con la realidad del planeta y de uno mismo. Como
ciudadanos, la mayoría como mucho recicla su basura creyendo que ya hace un
enorme esfuerzo, pero no se informa ni participa de los debates y de las
decisiones de temas como el clima, la Amazonia y el medioambiente. En este y en
otros sentidos, es como vivir en el “modo avión” del móvil. Un estar por la
mitad, lo suficiente solo para cumplir con lo mínimo y no desvincularse por
completo. Un contacto sin contacto, un toque que no toca ni se deja tocar. Un
vivir sin vida.
Es necesario sentir malestar.
Sentirlo y no silenciarlo de las diversas maneras que existen, incluida la
medicación. O como dice la pensadora estadounidense Donna Haraway: “Es
necesario vivir con miedo y alegría”.
Solo el malestar puede salvarnos.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los
libros de no ficción: “Coluna Prestes - O Avesso da Lenda”, “A Vida que Ninguém
vê”, “O Olho da Rua”, “A Menina Quebrada”, “Meus Desacontecimentos”. Y de
novela: “Uma Duas”. Site: elianebrum.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum
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