En su primer discurso
ante el Congreso, en 2009, el presidente Obama propuso un presupuesto
con ambiciosas inversiones en energía, sanidad y educación. “Esto
es América”, proclamó. “Aquí no vamos a lo más fácil”.
Cuatro años después, hasta lo fácil se le ha vuelto imposible.
“Acordemos aquí, y ahora, mantener al Gobierno funcionando, pagar
las facturas a tiempo y proteger el crédito de Estados Unidos”,
imploraba Obama al Congreso hace unas semanas. Evidentemente, el
presidente de la superpotencia no se debe sentir muy poderoso.
El resultado de los
comicios en Italia ha sumido al país en una crisis aún mayor de
ingobernabilidad, y en Israel y Reino Unido, Benjamín Netanyahu y
David Cameron se han visto obligados a forjar complejas coaliciones
para poder gobernar. Las victorias electorales con grandes mayorías
son cada vez menos frecuentes. A nivel mundial, la comunidad
internacional no logra actuar para detener las matanzas en Siria o el
calentamiento global.
El poder ya no es lo
que era. Se ha vuelto más fácil de obtener, más difícil de usar y
mucho más fácil de perder. Un ejecutivo puede celebrar su ascenso a
la dirección de su prestigiosa compañía solo para descubrir que
una empresa recién creada está arrasando con sus clientes. Un
político que llega a primer ministro puede encontrarse maniatado ya
que una multitud de partidos minoritarios bloquea sus iniciativas. Un
general puede comandar un enorme y costoso ejército sabiendo que su
moderno armamento es inútil frente a explosivos caseros y
terroristas suicidas. Y el nuevo papa, Francisco, ya sabe que
predicadores de nuevo cuño están arrebatándole su rebaño en
África y Latinoamérica.
¿Por qué el poder es
cada vez más fugaz? Porque las barreras que protegen a los poderosos
ya no son tan inexpugnables como antes. Y porque han proliferado los
actores capaces de retar con éxito a los poderes tradicionales.
Los Estados soberanos
se han cuadruplicado desde 1940 (de 51 a 193) y no solo compiten
entre sí, sino también con organismos internacionales, fondos de
inversión, carteles de la droga y ONG transnacionales.
En 2011, cuando estalló
la Primavera Árabe, había 22 países gobernados por déspotas,
frente a 89 en 1977, una clara señal de lo difícil que es hoy
retener el poder. Y dentro de cada país, el poder también está más
disperso. En 2012, solo cuatro de las 34 democracias más ricas del
mundo contaban con un presidente o primer ministro respaldado por una
mayoría parlamentaria.
Una creciente clase media, mejor informada y con mayor movilidad, está haciendo más difícil el ejercicio del poder
El poder también se
desmorona en los campos de batalla y las salas de juntas.
Un estudio realizado en
2001 por el politólogo Ivan Arreguin-Toft descubrió que, en las
guerras asimétricas que estallaron entre 1800 y 1849, el bando más
débil (en armamento y efectivos) alcanzó sus objetivos en el 12% de
los casos. En las guerras de ese mismo tipo libradas entre 1950 y
1998, el bando presuntamente débil venció el 55% de las veces. El
poder militar tampoco es lo que era.
Como no lo es el poder
empresarial. En 1980, en EE UU, una empresa situada en el 20% más
importante de su sector tenía una entre diez posibilidades de perder
ese puesto en los cinco años siguientes. Dos décadas después, esa
proporción pasó a ser una de cada cuatro.
Los presidentes de
Estados Unidos y China y los consejeros delegados de JPMorgan Chase y
Shell Oil siguen gozando de un poder inmenso, pero es mucho menor del
que tenían sus antecesores. Antes, presidentes y directivos no solo
se enfrentaban a menos rivales y competidores, sino que además
tenían menos restricciones a la hora de utilizar ese poder.
Restricciones como los mercados financieros, una población con más
conciencia política y más exigente, y el escrutinio de los medios
de comunicación. Los poderosos, hoy, suelen pagar un precio mayor y
más inmediato por sus errores.
Internet, con su fuerza
supuestamente “democratizadora”, no es lo único que está
erosionando el poder. Las nuevas tecnologías de la información son
herramientas importantes, pero para que ejerzan algún efecto
necesitan usuarios, y los usuarios necesitan dirección y motivación.
Facebook y Twitter fueron fundamentales en la Primavera Árabe. Pero
las circunstancias que llevaron a derrocar a los tiranos fueron
locales y personales: el desempleo y las expectativas insatisfechas
de una clase media en expansión y mejor preparada fueron decisivas.
Lo que está
erosionando el poder tradicional son las transformaciones de aspectos
básicos de la vida: cómo vivimos, cuánto tiempo y con qué
calidad. Cómo trabajamos, nos movemos o nos relacionamos con nuestro
entorno. Estos cambios se pueden agrupar en tres revoluciones
simultáneas:
» La Revolución del
Más. El siglo XXI tiene más de todo: más gente, más urbana, más
joven, más sana y más educada. Y también más productos en el
mercado, más partidos políticos; más armas y más medicinas, más
crimen y más religiones. La pobreza extrema se ha reducido más que
nunca y la clase media crece. Para 2050, la población mundial será
cuatro veces mayor que 100 años antes. Desde 2006, 28 “países de
renta baja” han pasado a figurar entre los de “renta media”.
Una clase media impaciente, mejor informada y con más aspiraciones
está haciendo más difícil el ejercicio del poder.
El declive del poder abre nuevas oportunidades, perotambién plantea serias amenazas
» La Revolución de la
Movilidad. No solo hay más personas con mejor nivel de vida, sino
que además se mueven más que nunca. Según la ONU, 214 millones de
personas viven fuera de sus países de origen, un 37% más que hace
20 años. Las diásporas étnicas, religiosas y profesionales están
cambiando el reparto de poder entre las poblaciones y dentro de
ellas. Personas, tecnología, productos, dinero, ideas y
organizaciones tienen más movilidad, y por ello son más difíciles
de controlar.
» La Revolución de la
Mentalidad. Una población que consume y se mueve sin cesar, que
tiene acceso a más recursos y más información, ha experimentado
también una inmensa transformación cognitiva y emocional. El World
Values Survey ha descubierto que existe cada vez más consenso en
todo el mundo sobre la importancia de las libertades individuales y
la igualdad de género, así como más intolerancia al autoritarismo.
La insatisfacción con los sistemas políticos y las instituciones de
gobierno también es global.
Juntas, estas tres
revoluciones están erosionando las barreras que protegían a los
poderosos de sus rivales. La Revolución del Más ayuda a estos
últimos a asediar esas barreras, la Revolución de la Movilidad les
ayuda a rodearlas y la Revolución de la Mentalidad las socava.
¿Debemos celebrar este
declive del poder tradicional? Claro que sí. Se han abierto más
oportunidades para votantes, consumidores, jóvenes, mujeres y otros
grupos tradicionalmente excluidos.
Pero no todo es
positivo. La degradación del poder también plantea amenazas para
nuestro bienestar, nuestras familias y nuestras vidas. Explica por
qué Washington está bloqueado, por qué a Europa le cuesta actuar
con eficacia ante los problemas económicos, por qué proliferan los
Estados fallidos o por qué tantas decisiones urgentes se toman tarde
y mal.
Ante el fin del poder
tal como lo conocemos, nuestros tradicionales sistemas de controles y
equilibrios —concebidos para limitar el poder excesivo— amenazan
con transformar a muchos Gobiernos en gigantes paralizados.
El tamaño ya no
significa fuerza. La burocracia ya no significa control. Y los
títulos ya no significan autoridad. Y si el futuro del poder está
en la subversión, los bloqueos y las interferencias, ¿podremos
recuperar algún día la estabilidad? Sí. Pero eso requerirá
entender mejor las mutaciones del poder.
Moisés Naím es autor
del libro The end of power, de donde ha sido adaptado este artículo.
Twitter @MoisesNaim
Traducción de María
Luisa Rodríguez Tapia.
Nenhum comentário:
Postar um comentário